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Elogio a 'Cervantes'
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La escritora Charo Alonso, ante el cierre de la emblemática librería

Elogio a 'Cervantes'

Actualizado 02/01/2016
Charo Alonso

"Hay lugares que se alzan más allá del debe y el haber, la sociedad anónima y la limitada, porque nos caben en el pecho, en la memoria y en la nostalgia"

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La Salamanca de mi niñez estaba hecha de ritos y de lugares que no admitían duda, infalibles como el paso de las estaciones y las aseveraciones de mi madre. Llegaba septiembre y su aire de gigantes y cabezudos y se imponía ir a Cervantes a comprar los libros de texto y el material de la escuela. Y yo, la niña que atisbaba por la puerta más allá de la papelería, ansiaba atravesar el dintel y entrar en el laberinto de libros, la escalera de caracol de libros, las galerías por las que reptaban los libros hacia pisos ignotos donde los universitarios buscaban sus volúmenes de la carrera con la seriedad que otorga un buen volumen de bioquímica bajo el brazo.

Cervantes era la librería, como Cordón la joyería, Mantequerías Paco la navidad y Simago la modernidad frente al Mercado de San Juan que siempre me pareció húmedo y resbaladizo como las carnes expuestas. Vamos a Cervantes a por los libros, decía mi madre entrado septiembre. Voy a comprarme un libro a Cervantes, decía yo cuando tenía dinero. ¿Se acuerda de mí? Y el muchacho que me mira mientras mete el libro en la bolsa, la misma bolsa de siempre, es joven y me sorprende, porque siempre vi a los dependientes de Cervantes con la seriedad que da el andar con cosas importantes y para mí, niña siempre, eran mayores. Pero este chico guapo ha sido alumno mío, un amante de los libros que ahora trabaja entre ellos en el siempre pequeño, siempre abigarrado, siempre prometedor espacio de "la" librería salmantina, "la" imprenta salmantina. Eso sólo lo encuentras en Cervantes.

Corría el año triunfal de 1937 cuando Evaristo Viñuela abrió una librería en la calle Toro que se trasladaría al año siguiente a la calle Azafranal, que cuando yo era niña era la de José Antonio. Empaque y modernidad para un negocio que compró Germán Sánchez Almeida en el 42, fundador también de la editorial Anaya y padre de los Sánchez Ruipérez, Jesús y Germán, a los que tanto le debemos en una ciudad de tiempo lento y pesadas certidumbres. Eso solo lo encuentras en Cervantes. Han pasado los años, somos una ciudad letrada de muchas librerías y los centros comerciales exhiben los libros que despachan quienes no leen ni saben de autores, pero Cervantes, como las fórmulas magistrales de Escudero o las batas de Galán, la fotografía de Paulino o los cafés del Novelty, siempre fue un valor seguro. Un edificio en nuestro particular mapa de la memoria, un espacio donde la modernidad se detiene cansada a ojear libros y a pedir las últimas novedades. ¿Está tu libro en Cervantes? Me preguntan mis tíos como si no hubiera otra librería en Salamanca y mi cuñada se sonríe cuando me cuenta, oh privilegio, que lo ha visto ¡En el escaparate de Cervantes! Cervantes, mis queridos libreros de la Salamanca letrada, es algo más que un edificio dedicado al libro -¿Conocen mayor placer que recorrer la escalera hasta el último piso, el de los saberes arcanos, ciencia, religión, literatura, medicina, bajando esa escalera prodigiosa?- es el espacio común de la memoria donde se han escrito las páginas de varias generaciones. El lugar en el que recuperamos la breve altura de un niño que no llega al mostrador para ver la cartera que su madre quiere comprarle mientras, a su lado, una niña, esa niña que era yo, contempla el espacio abierto que comunica la papelería con la verdadera, la auténtica librería. La biblioteca de Babel en la que perderse para siempre. Hay lugares que no lo son, negocios del corazón, espacios de la memoria, estancias de una historia de todos. Hay lugares que se alzan más allá del debe y el haber, la sociedad anónima y la limitada, porque nos caben en el pecho, en la memoria y en la nostalgia.

Charo Alonso

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